Desmontando mitos en psicoanálisis
Desmontando mitos en psicoanálisis
Hay frases que se repiten sin que nadie se detenga a preguntarse si tienen sentido. Como si al escucharlas tantas veces, algo de su contenido se volviera indiscutible. El psicoanálisis, disciplina compleja, profunda y humana, no ha quedado exento de esto. Y como toda práctica que invita a pensar, que toca lo íntimo y se atreve a cuestionar lo que parece natural, ha sido rodeado de mitos. Mitos que conviene revisar, con cuidado, con respeto, y sobre todo, con la sinceridad que nos aporta la clínica.
Una de las frases más comunes es esta idea de que los análisis no terminan nunca. Pero ¿cuánto dura un análisis? La respuesta es sencilla: lo que cada paciente decida que tiene que durar. No hay un tiempo prefijado ni una obligación de permanencia. El paciente es libre de entrar y salir cuando lo necesite.
Ahora bien, cuando un análisis va bien, cuando hay alivio, comprensión, efectos subjetivos, es común que el paciente quiera seguir. ¿Por qué? Porque siente que algo se está transformando. Y porque, si se ha tardado años en construir una forma de sufrimiento, tal vez el tiempo de desmontarlo también tenga su recorrido. Eso no lo impone el analista: lo decide cada quien, en función de su deseo y sus posibilidades. No es un camino sin fin, pero sí uno que merece ser recorrido sin apuro, porque es para uno mismo.
Otra frase frecuente, dicha muchas veces sin haber consultado siquiera con un analista. Lo cierto es que el psicoanálisis es una de las pocas prácticas profesionales donde el precio no está fijado por una tarifa inamovible. Se pacta. Se conversa. Se escucha también ahí la realidad del paciente. ¿En qué otra disciplina se ve eso?
Además, no se trata solo del precio, sino de cómo valoramos lo que pagamos. ¿Cuánto cuesta una salida a cenar? ¿Una camiseta de marca? ¿Una sesión con un fisioterapeuta? ¿Una tirada de tarot? A menudo gastamos sin pensarlo en cosas que no transforman nada en nosotros. Pero pagar por una hora para uno mismo, para dejar de repetir lo que duele, para entender el propio deseo… ¿eso es caro?
El valor no se mide solo en euros. A veces, lo más costoso no es pagar, sino animarse a mirar hacia adentro, a nuestras propias sombras, y tomar una posicion ética respecto de nuestra vida.
Esta frase es curiosa. Porque en realidad, en España el psicoanálisis nunca estuvo de moda. No como en Argentina, Francia o Estados Unidos, donde tiene presencia institucional, reconocimiento académico y lugar en la cultura. Aquí, en cambio, ha sido una práctica silenciosa, resistente. Y tal vez no estuvo de moda porque no le conviene a ningún poder que las personas piensen por sí mismas, que se cuestionen, que se separen de lo impuesto.
Pero ¿puede pasar de moda algo que está vivo? El psicoanálisis no es una moda: es una práctica del deseo, del malestar humano, del inconsciente que nos habita. Está presente en el cine, en el arte, en la literatura, en los debates sobre subjetividad y salud mental. Y sobre todo, está en los consultorios, donde miles de pacientes encuentran alivio, se descubren y se reinventan. Que alguien diga que está pasado de moda no lo hace cierto. Lo que sí revela, tal vez, es su propia incomodidad frente a lo que el análisis toca.
Este es un mito complejo, porque depende de qué entendamos por “ciencia”. Si reducimos la ciencia únicamente a la verificación empírica, a lo que se puede medir y predecir con exactitud, claro que el psicoanálisis no encaja ahí. Pero esa es solo una concepción, la de la ciencia positivista, que toma como modelo las ciencias naturales. Hay otras formas de ciencia, especialmente en las ciencias humanas, que se rigen por otros criterios.
El psicoanálisis tiene un objeto de estudio claro: el inconsciente. Un objeto que no es visible a simple vista, pero que se manifiesta en los actos fallidos, en los sueños, en los síntomas, en lo que decimos sin querer decir. Tiene un método riguroso: la asociación libre, la escucha analítica, el trabajo con la transferencia. Y tiene una teoría formalizada con una lógica interna que permite leer, interpretar, y operar sobre ese objeto. No es una técnica, ni una creencia, ni una herramienta de autoayuda.
A diferencia del tarot o la astrología, que se basan en arquetipos o sistemas simbólicos sin una validación interna desde la experiencia clínica, el psicoanálisis se construye en el encuentro entre un sujeto y un analista, y produce efectos transformadores verificables a lo largo del tiempo. No predice el futuro ni ofrece recetas universales. Pero sí abre una vía para que el sujeto se responsabilice de su malestar y descubra otras formas de estar en el mundo.
Decir que el psicoanálisis no es científico porque no entra en los moldes de la ciencia tradicional es desconocer que existe una ciencia de lo singular, una ciencia del sujeto. No busca resultados repetibles, sino verdades singulares. Y eso lo convierte, quizás, en una de las formas de conocimiento más comprometidas con la complejidad humana
Freud ya advertía en 1925, en su texto “Las resistencias al psicoanálisis”, que muchas de las críticas a esta disciplina no provenían de argumentos científicos, sino de resistencias subjetivas: prejuicios morales, temores inconscientes y rechazos emocionales frente a las verdades incómodas que el psicoanálisis revela. El descubrimiento del inconsciente, la sexualidad infantil, la determinación pulsional y la ambivalencia afectiva no resultan fáciles de aceptar para nadie (ni siquiera para los propios analistas), como él mismo reconoce más tarde.
A lo largo de su obra, Freud deja entrever que las resistencias al psicoanálisis no se limitan a los pacientes. El analista también puede resistirse, cuando su propia implicación subjetiva no ha sido suficientemente trabajada. Y más aún, la cultura misma se resiste, cuando ve amenazados sus ideales de control, moral, adaptación o productividad. No lo dijo en esos términos, pero la experiencia clínica y la transmisión posterior han sintetizado esto como tres niveles de resistencia: la del paciente, la del analista y la de la cultura.
Y quizás esta última sea la más persistente. Porque el psicoanálisis no tranquiliza, no se adapta al discurso dominante, ni se acomoda a los criterios de lo útil o lo rápido. Se trata de una práctica que cuestiona, que interroga el sufrimiento, que invita a hacerse responsable de lo que uno repite. Y eso, en una época que valora la eficacia inmediata y las soluciones universales, puede resultar profundamente incómodo.
Desmontar estos mitos no es defender una ideología ni convencer a nadie. Es simplemente invitar a pensar más allá de lo dicho. Porque el psicoanálisis no es para todos, es cierto. Pero para quien lo desea, puede ser una herramienta potente, delicada y transformadora.
Quizá lo que más molesta del psicoanálisis no sea su duración, ni su precio, ni su supuesta falta de ciencia. Tal vez lo que incomoda es que no nos deja en paz con nuestras excusas. Que no anestesia. Que no calma por calmar. Que, en cambio, nos devuelve algo de nosotros mismos para hacernos responsables de lo que hacemos con lo que somos.
Y eso, aunque no esté de moda, sigue siendo profundamente necesario.
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